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Tema: Diez principios relevantes para la mejora de la familia en el siglo XXI

Es el momento de afirmar "donde tú estés siempre estaré yo". La familia es el lugar en el que asienta y se educa en la coherencia acerca del matrimonio y la familia
 
Diez principios relevantes para la mejora de la familia en el siglo XXI
Diez principios relevantes para la mejora de la familia en el siglo XXI
Instituto de Estudios de la Familia – uspceu.com

El autor parte de la experiencia clínica y personal que, como Terapeuta Matrimonial y Familiar, ha llevado a cabo de forma ininterrumpida en las tres últimas décadas. En su exposición se atiene sobre todo a aquellos contenidos que más directamente están comprometidos hoy en la génesis y desarrollo de los conflictos familiares y de pareja

Sumario


1. La coherencia entre convicciones y comportamientos
2. La entrega de la corporalidad: la fidelidad en las relaciones sexuales
3. Hacer visible y entregar la subjetividad invisible: la comunicación conyugal y familiar
4. Respetar las diferencias en valores, intereses y gustos: más allá de las “ideologías de género”
5. La conciliación entre la familia y el trabajo
6. Las relaciones con las familias de origen
7. La educación de los hijos
8. La salud física y psíquica
9. Las relaciones sociales
10. Las decisiones económicas y la administración de los recursos materiales
Conclusiones
Bibliografía

1. La coherencia entre convicciones y comportamientos

Las mujeres y los hombres son libres y, por eso, pueden optar por comprometer sus vidas con otras personas, coincidiendo en un proyecto en común. Ese proyecto de vida en común entre un hombre y una mujer es lo que conocemos con el término de matrimonio. Esta opción es propia de la condición humana, como pone de manifiesto la familia, uno de los hechos empíricos más universal y generalizado. Resulta difícil encontrar otro hecho que, desde una perspectiva empírica, haya sido constantemente verificado en la historia de la humanidad.

Esta capacidad de disponer de la propia vida para la donación a otra persona de diferente sexo muestra, una vez más, la hechura de la condición humana: una ‘subsistencia coexistente’ (Polo, 1977), un ‘ser-para-los-otros’ que no alcanza su propio fin si se concibe a sí mismo como un ‘ser-en-sí’ o un ‘ser-para-sí’ (Ratzinger, 2002). La libre disposición de la persona para donarse pone de manifiesto su capacidad de apertura (Polo, 1981). Una capacidad para abrirse, en primer lugar, al conocimiento propio y ajeno; y, en segundo lugar, para entregarse y acoger al otro, mediante el querer de sus respectivas voluntades.

Pero esa donación-aceptación acontece en el tiempo, por lo que es necesario que ambos sepan a qué atenerse en el futuro, en qué comprometerán y gastarán sus vidas, en definitiva, de qué proyecto de matrimonio disponen para realizarlo mientras realizan su vivir. Sin disponer de un proyecto de matrimonio es difícil que sea viable el compromiso por el que quieren optar.

El proyecto conyugal no consiste en hacer un mero plan, según el cual se disponga lo que todavía no se ha hecho, o se determine lo que aún está por hacer. “El proyecto no es, por así decirlo, hacer cualquier cosa mientras uno se hace a sí mismo, porque uno no se hace a sí mismo haciendo cualquier cosa” (Ferrater Mora, 1979). Ningún matrimonio, como ninguna familia se hace a sí misma mediante el diseño de futuras opciones sólo probabilísticas y más o menos previsibles y desde luego accidentales.

La vida de cada uno de los cónyuges sólo se proyecta en función del proyecto vinculante por el que ambos personas se han decidido. Optar por el matrimonio y la familia significa que cada cónyuge concibe y anticipa su mismo vivir personal en el futuro como un ‘ser-de’ y un ‘ser-para’, porque precisamente así lo ha elegido a través de su autodecisión.

Una elección ésta ciertamente comprometedora, que no por ello deja de estar al servicio de la propia personalización. Se es tanto más uno mismo cuanto más se dé al otro. El ‘yo’ y el ‘tú’ —que se otorgan mutuamente en la libre donación conyugal— son tanto más ellos mismos cuanto más profunda y radicalmente sea el ‘nosotros’ que decidieron ser y cuanto más se donen al ‘vosotros’ (los hijos), en cuyo origen y desarrollo ellos están (Polaino-Lorente, 1990).

Disponer de un proyecto así concebido consiste en saber a qué atenerse, tanto en lo relativo a la personal existencia —en que consiste la propia vida—, como respecto de la vida de las personas a las que intencionalmente se han dado, con independencia de cuáles fueren sus circunstancias futuras. Esto es lo que, en definitiva, ha de vertebrar la identidad y el destino personal (Polaino-Lorente, 1985).

Pero por muy explícito y claro que sea el proyecto, con eso sólo no basta. Es, desde luego, una condición necesaria, pero no suficiente. Es preciso, además, que ambas personas vivifiquen de continuo —hagan de él la trama de sus vidas— el compromiso por el que optaron. Es decir, que logren esa unidad vital y constante entre sus convicciones y comportamientos. Sin convicciones no puede haber proyecto. Pero, ¿para qué servirían las convicciones si no se encarnan en el comportamiento personal? Esta robusta y densa unidad entre las convicciones y los comportamientos no es otra cosa, en realidad, que coherencia.

En la mayoría de las crisis conyugales que llegan a la Terapia Familiar, lo primero que se observa es la incoherencia de uno o de ambos cónyuges. Una incoherencia que amenaza y casi quiebra la misma sustancia de la relación entre ellos. Es la incoherencia la que arruina la donación recíproca —fundamento del matrimonio y la familia—, poco importa la diversidad de las conductas en que aquella se manifiesta.

Ese salir de sí para donarse y/o acoger el don del otro, en que consiste el matrimonio y la donación, es el primer principio, el principio más relevante que hay que satisfacer para la mejora de la familia en el siglo XXI. Cualquier actitud en un cónyuge que huya del ‘ser-para-otro’ y recupere la posición del ‘ser-para-sí’ constituye una grave amenaza a la familia, por cuanto la vacía de su más completo significado.

Volver sobre sí, hurtarse a la donación, inhibirse del compromiso ya asumido, tratar de recuperarse en el aislamiento de la propia singularidad son manifestaciones patentes de individualismo (Polaino-Lorente, 1997); de ruptura vital, material y formal del compromiso adquirido (Polaino-Lorente, 1991b), de sustracción de un ‘yo’ rebelde que sólo aspira a la autoafirmación ególatra, independentista y enajenada de sí (Polaino-Lorente, 1999 y 2003a).

La continuada incoherencia que supone no concebir ya la propia vida como lo que era (un ‘regalo-para’ y una ‘acogida-de’), destruye primero el ‘nosotros’ —que en sí mismo no puede ser individualista— e inmediatamente después el ‘vosotros’ (la familia, ‘el ámbito donde cada persona es querida por sí misma’).

En la familia no es posible condicionar la donación a los otros, en función de lo que los otros ‘valgan’, ‘tengan’, ‘quieran’ o ‘puedan’ en cada circunstancia. La radicalidad de esa donación es resistente a cualquier cambio personal, circunstancial o temporal. Por eso mismo, la donación familiar no desfigura o enmascara su rostro a tenor de las circunstancias. La persona que se da sabe muy bien que su mismo ser está puesto en juego en esa donación, porque le va en ello su misma felicidad. Así es su convicción y así ha de ser su comportamiento, si tiene la pretensión de mejorar a los suyos y a sí mismo.

Sin riesgo de minimizar o caer en un reduccionismo isomórfico, podría sostenerse que el mal de la familia de hoy no reside en la crisis que se le ha diagnosticado ni en los diversos modelos que de ella se han ofrecido al imaginario colectivo. El mal está en la ausencia de convicciones acerca de la familia y en la incoherente militancia en esas convicciones —cuando las hay— y el comportamiento personal de padres e hijos.

Algunos de los jóvenes o no tan jóvenes cónyuges parecen haber extraviado el sistema de convicciones acerca de la familia por el que se guiaban las anteriores generaciones y, por el momento, se han quedado sin nada. La mayoría de ellos no se han decidido a sustituirlo por ningún otro sistema, por lo que su concepto de familia se ha quedado sin armazón alguno.

En estas circunstancias, como escribe Ortega (1967), “el hombre vuelve a no saber qué hacer, porque vuelve de verdad a no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe. El cambio del mundo ha consistido en que el mundo que se vivía se ha venido abajo, y de pronto en nada más. No se sabe qué pensar de nuevo, sólo se sabe o se cree saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inadmisibles. Se siente profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía ayer, pero la verdad es que no se tienen nuevas creencias positivas con que sustituir las tradicionales. Como aquel sistema de convicciones o mundo era el plano que permitía al hombre andar con cierta seguridad entre las cosas y ahora carece de plano, el hombre se vuelve a sentir perdido, azorado, sin orientación (...).”

“No existe eso que suele llamarse ‘un hombre sin convicciones’ —continúa Ortega. Vivir es siempre, quiérase o no, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo y de sí mismo (...); el no sentirse en lo cierto sobre algo importante impide al hombre decidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo sincero: no puede encajar su vida en nada, hincarla en un claro destino. Todo lo que haga, sienta, piense y diga será decidido y ejecutado sin convicción positiva, es decir, sin efectividad: será un espectro de hacer, sentir, pensar y decir, será la vita minima, una vida vacía de sí misma, inconsistente, inestable. Como en el fondo no está convencido por algo positivo, por tanto no está verdaderamente decidido por nada (...); mas para decidir mi existencia, mi hacer y no hacer, yo tengo que poseer un repertorio de convicciones sobre el mundo”.

De aquí que el principio que urge hoy recuperar e instaurar para la mejora de la familia en el siglo XXI es el de las convicciones acerca del matrimonio y la familia, lo que sólo puede lograrse formando muy bien a los futuros candidatos al matrimonio.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el lugar en el que asienta y se educa en la coherencia acerca del matrimonio y la familia, sabiendo que la continua exposición de las propias convicciones familiares a las ideologías liberticidas del medio pueden, por su misma vulnerabilidad y la presión social, arruinarse y hasta llegar a extinguirse.

2. La entrega de la corporalidad: la fidelidad en las relaciones sexuales

En opinión de quien esto escribe, los dos errores más frecuentes en la actual cultura, en lo que se refiere a la entrega y aceptación de la corporalidad en el ámbito del matrimonio son los siguientes: la completa independencia entre sexualidad y afectividad; y la supuesta legitimación de la sexualidad de espaldas a la procreación. Ambos errores constituyen un encaminamiento del comportamiento conyugal hacia la infidelidad, motivo frecuente de consulta en el ámbito de la Terapia Familiar.

La artificial separación entre sexualidad y afectividad constituye una disociación que puede desnaturalizar la misma relación humana en que se funda la donación corporal conyugal. Un encuentro como éste, diseñado sólo respecto de la satisfacción placentera corporal y fugitiva, sería un encuentro con un fantasma apersonal, que vacía de significado el acto unitivo. Entre fantasmas sólo cabe la unión ficticia, pero no el encuentro interpersonal (Polaino-Lorente, 1992).

¿De qué le sirve al hombre o a la mujer compartir el cuerpo del otro, si el otro le es ajeno, dado que sus más íntimos pensamientos, deseos, sentimientos e ilusiones son silenciados e ignorados? ¿Por qué conformarse con sólo la satisfacción del cuerpo, durante apenas unos instantes, renunciando a que el otro, libremente, se le dé del todo y le haga señor de su voluntad y rey de su corazón? ¿Cómo y por qué tratar de satisfacerse con tan poco? (Polaino-Lorente, 2003b).

Se vacía de sentido la sexualidad humana cuando se la despoja de la fecundidad (sexualidad sin procreación) y se la disociarla de la afectividad (sexualidad sin compromiso personal, sexualidad despersonalizada y sin entrega).

“Una entrega corporal que no fuera a la vez entrega personal sería en sí misma una mentira, porque consideraría el cuerpo como algo simplemente externo, como una cosa disponible y no como la propia realidad personal” (Ruiz Retegui, 1987).

En ese caso, la entrega no sería tal, porque ninguno se daría al otro, porque ambos se utilizarían parcial y recíprocamente (sólo en lo que se refiere a sus cuerpos), mientras se esfuman y huyen las subjetividades que no comparecen en el encuentro en ese acto, que es de suyo generador y trascendente.

Puede hablarse de fidelidad y donación del cuerpo cuando se satisfacen al mismo tiempo las cuatro dimensiones siguientes: generativa, afectiva, cognitiva y religiosa.

La dimensión generativa pone de relieve el modo en que la sexualidad está comprometida en la reproducción y generación de nuevos seres humanos. En esta dimensión se atiende a la procreación y a la genitalidad. En la actualidad es muy frecuente que se reprima y frustre la dimensión procreadora del comportamiento sexual. La dimensión afectiva manifiesta que el hombre y la mujer son ante todo personas y por eso no debiera utilizarse el comportamiento sexual sólo para la obtención del placer, sino como expresión de la donación de la entera persona al otro. Esto significa que sexualidad y afectividad se exigen mutuamente (Polaino-Lorente, 1997). La dimensión cognitiva desvela que el ayuntamiento carnal entre el hombre y la mujer debe estar abierto a la luminosidad del mutuo conocimiento, al compromiso de la entrega, al vínculo de la donación, es decir a la communio personarum. Cuanto más se ama a una persona, tanto más deja uno conocerse y anhela conocerla. La dimensión religiosa, por último, pone de manifiesto que la conducta sexual humana abre a las personas a la trascendencia, al posible origen de un ‘otro’ distinto a quienes lo han generado, lo que comporta una participación en la creación de un ser ex novo, que no puede acontecer sin la intervención del Ser que la hace posible, y al que ésta debe ordenarse (Polaino-Lorente, 1985).

La capacidad psicobiológica, que se manifiesta mediante la conducta sexual, significa que dos personas, hombre y mujer, se dan y se autodestinan recíprocamente la una a la otra. La conducta sexual pone de manifiesto, por su plasticidad, que la persona dispone de suficiente libertad para conducir, en este punto, su personal comportamiento de acuerdo a lo que exige el respeto y la dignidad de su ser (Polaino-Lorente, 2003d).

Como escribe Ruiz Retegui (1987), “la sexualidad afecta a toda la amplia variedad de estratos o dimensiones que constituye la persona humana. La persona humana es hombre o mujer, y lleva inscrita esta condición en todo su ser”. Además de una forma de ser, la sexualidad es aquella dimensión humana “en virtud de la cual la persona es capaz de una donación interpersonal específica”. Esa donación/aceptación procede del querer y a él se ordena, lo que exige la fidelidad entre ellos.

La ignorancia y ausencia de formación causan una imagen estereotipada, obsoleta y demasiado primitiva del compromiso sexual conyugal. Tener hijos se percibe hoy socialmente como complicarse la vida, dejar de pasárselo bien, estar continuamente al borde del drama y la tragedia, en definitiva, un modo absurdo de perder la libertad.

Este modelo de matrimonio y familia victimazados es falso y se alza sobre una gigantesca mentira: la de quienes dicen haber encontrado la felicidad en el individualismo radical. Una de las claves de este contrasentido está en que la educación familiar está montada sobre un erróneo modelo antropológico.

La única verdad de ese modelo victimista es que los padres que tienen hijos precisan más tiempo y suelen ir más cargados de trabajo que quienes no los tienen. Las anteriores razones arrojan una cierta verosimilitud sobre esta hipótesis estereotipada que, si se analiza en detalle, desvela el error de una familia así concebida.

Es cierto que la maternidad y la paternidad entrañan una pesada carga de responsabilidad y sacrificio, pero también –y esto se omite sistemáticamente en el discurso individualista–, de alegría, gozo y felicidad; de experimentarse rodeado de los nuevos valores que comportan la paternidad y la maternidad; de recrearse en un ser que procedente de ellos, no obstante su pequeñez y desvalimiento, es una persona y está dotado de libertad.

Mirar a los ojos de un hijo –a las personas hay que mirarlas a los ojos– y comprobar la luz que titila en sus inocentes pupilas, todavía no mancilladas por la mentira y la corrupción, ¿hace eso sufrir a los padres? ¿Y los que no tienen ningunos ojos filiales que contemplar?

Contemplar la mirada inocente, ingenua, creativa, confiada, alegre y estimulante de un niño, ¿también les hace sufrir mucho? Observar cómo el pequeño de siete años habla con orgullo de su padre mientras discute o juega con sus compañeros, ¿le hace sufrir de forma horrorosa a su padre?

Todo esto y mucho más se pierden muchas parejas, gracias a ese modelo victimista de la familia. La felicidad de la pareja no consiste sólo en el placer, sino que ha de estar abierta a alguien que la trascienda y al que sirve y, en el matrimonio, ese alguien es el hijo.

¿Qué fin espera a las parejas que, acaso por miedo al sacrificio, optaron por no tener descendencia? A algunas la soledad, una soledad que crece en la misma medida en que decrecen las expectativas de la vida humana. Son muchas, también hoy, las personas mayores que mueren solas, probablemente porque se asustaron ante el sacrificio y las alegrías que suponía tener hijos. ¿Acaso estas lamentables situaciones no implican también buena parte de sacrificio, amargura, desvalimiento y soledad? ¿Por qué no se habla de ellas?

Para alcanzar estos fines parece conveniente insistir en algunas ideas fundamentales. Este es el caso, por ejemplo, de la convicción de que el amor es más importante que la sexualidad. Ningún enamorado renunciaría a su amor por una “dosis” de sexo. El sexo es una parte que, aunque importante, no es la más importante del amor. En cambio, el amor lo es todo.

Amar es descubrir que la propia felicidad depende de que sea feliz la persona a la que se ama; subordinar la felicidad propia a la felicidad de la otra persona; o, mejor, descubrir que la existencia de una y otra personas coexisten, necesitan y tienden a una felicidad común. Pues, como escribía Lewis (1991) sobre este particular, “el eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una mujer en particular. De forma misteriosa, pero indiscutible, el enamorado quiere a la amada en sí misma, no en el placer que pueda proporcionarle...”.

La sexualidad adquiere su sentido precisamente en una forma de relación interpersonal en la que el amor del amado se realiza dándose a la persona amada, satisfaciendo esa necesidad de darse con tal que la otra persona sea feliz, que es lo único que en verdad también hace feliz al amado.

En este contexto es donde la donación sexual —un don que consiste en uno mismo— adquiere todo su significado: percibirse como un regalo recíproco, inmerecido y, con frecuencia, no buscado.

Cuando esto sucede la persona amada es la fuente que da sentido a todo lo que se hace, se siente y se piensa. De aquí que el estar enamorados “nos haga preferir el compartir la desdicha con el ser amado que ser felices de cualquier otra manera” (Lewis, 1991). Y es que “la dimensión humana de la sexualidad —como dice Ruiz Retegui, 1987— instituye una forma de entrega que se abre a la donación de la vida como una expansión de su dinámica propia”.

El segundo principio para que mejore la familia en el siglo XXI establece que es necesario extinguir el modelo victimista/hedonista de las relaciones sexuales de la pareja.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el compromiso que incluye la donación y aceptación del cuerpo entre los cónyuges, lo que exige la fidelidad sexual y personal de ellos, abierta a la procreación, que es la que sale garante de la felicidad familiar.

3. Hacer visible y entregar la subjetividad invisible: la comunicación conyugal y familiar

Las personas tienen intimidad, un lugar sagrado y protegido de la mirada de extraños y curiosos donde sólo puede entrar uno mismo. Pero esa intimidad invisible, ese algo tan personal es precisamente lo que los cónyuges se dan recíprocamente entre ellos. Pero la propia subjetividad invisible no se puede dar si no se torna visible. Y sólo se hace visible cuando la persona libremente así lo decide y comunica su contenido al otro. Sin comunicación, la intimidad, lo más personal de sí mismo, no puede donarse.

Un hecho demasiado evidente es que el 87% de las mujeres casadas españolas coinciden en señalar que el primer problema de sus relaciones de pareja es la incomunicación conyugal. De aquí la importancia de la comunicación en el matrimonio y la familia (Polaino-Lorente, 2000; Polaino-Lorente y Martínez Cano, 1999).

Pondré un sencillo ejemplo. Un hombre puede y debe conocerse a sí mismo a fin de conducir su vida en libertad. Ese conocimiento es difícil y siempre incompleto. De hecho, no se conoce nunca en la totalidad de su ser, aunque dedique mucho tiempo a estudiarse a sí mismo (condición no muy aconsejable a fin de no incurrir en el narcisismo o el aburrimiento). Nadie negará que el conocimiento personal es una tarea reservada a la intimidad e insustituible, pues nadie puede sustituirnos en el conocimiento propio.

Pues bien, ese conocimiento será muy incompleto si hombre y mujer no se encuentran y relacionan. Porque hay segmentos de la singular masculinidad o feminidad que sólo se desvelan en el encuentro con la persona del otro sexo (el conocimiento de sí mismo en y a través del otro). De no darse esa relación, esas peculiaridades de uno y otra permanecerán sumergidas en la opacidad de la ignorancia que las vela. Por contra, si se relacionan, esos rasgos emergerán y aflorarán, desvelándose en la misma relación, lo que contribuirá a que cada persona se conozca mejor a sí misma y pueda conducirse sin demasiados errores a su propio destino: la donación al otro.

La donación primera y fundamento de cualquier otra es la de la comunicación. En realidad, comunicarse, como escribe Marcel (1971), “es lanzar el propio discurso interior en el espacio interior del otro; generar desde mi silencio la palabra que entra en el silencio del tú al que se dirige”.

Es el regalo de la propia intimidad —y su aceptación por el otro— el modo en que la persona puede donarse. Lo que no se comunica no se comparte; lo que no se comparte distancia; lo que distancia aleja; lo que aleja desune y rompe la relación.

Sin comunicación, la intimidad no se abre al encuentro con el otro, por lo que la subjetividad permanece invisible a la mirada opaca del otro. Compartir la intimidad es hacerla visible al otro, donarla e hincarla en la intimidad del otro, de modo que la existencia personal se transforme en co-existencia, en mutua correspondabilidad (Polaino-Lorente, 2004).

De acuerdo con este principio, la familia se manifiesta como el ámbito en el que hombre y mujer se desvelan haciendo visible y entregando al otro la intimidad invisible en que cada uno consiste, a través de la comunicación de sus respectivas intimidades.

4. Respetar las diferencias en valores, intereses y gustos: más allá de las “ideologías de género”

El estudio atento y pormenorizado del hombre y la mujer revela que ambos son diferentes y que esas diferencias están al servicio de la complementariedad entre ellos. Es decir, esas diferencias que se establecieron desde la biología, en una etapa muy temprana de la vida, y que más tarde con el desarrollo fueron diversificándose todavía más, se orientan a la ayuda mutua, al perfeccionamiento de ambos, a la complementariedad entre ellos.

Estas diferencias enriquecen a la mujer, al varón y al desarrollo de los hijos. Sería estúpido que alguno tratase de dejar de ser quién es para imitar al otro. La unidad, exigencia de la felicidad conyugal, no ha de confundirse con la identidad. Además de ser una utopía, la completa igualdad entre ellos sería una opción errónea que les confundiría todavía más. La unión —sin confusión de personas— entre hombre y mujer exige aceptar las diferencias y respetar la diversidad de la identidad en que cada uno/a ha sido modelado. Cuando se respetan esas diferencias, es cuando precisamente éstas se hacen convergentes y optimizan el resultado de la compleja y difícil convivencia familiar.

La igualdad en tanto que personas es compatible con la diversidad en cuanto que hombre y mujer. Algunas contradicciones de los diversos feminismos —que hoy configuran la ideología de género— han radicado, sencillamente, en el intento de desnaturalizar el heteromorfismo personal, psicológico y cerebral en el que se sustenta la diversidad de la condición humana.

Cuanto menos trate la mujer de imitar al varón, o viceversa, tanto más será ella misma, y mayor será su capacidad potencial de complementarse con el otro. Es inútil que quieran imitarse entre ellos en este punto, pues constituye un imposible metafísico. El yo no puede elegir para sí mismo otro yo, que sea distinto de sí mismo, porque tal elección se hace precisamente desde ese propio sí mismo. Pero el yo sí que puede complementarse con la rica diversidad implícita en el tú del otro cónyuge.

Ni imitación del otro ni simulación de sí mismo (Kindlon y Thompson, 2000). Basta con la donación natural –y, si es posible, en su integridad– de la persona que se es. De ello depende, entre otras cosas, el mismo enriquecimiento sociocultural.

Cuanto más se profundiza en el propio ser, cuanto más se desarrolla y robustece la propia identidad, más claras y diáfanas resultan las diferencias entre ellos. Ese incremento en la diversidad es lo que les enriquece. Se diría que la eclosión de la diversidad emergente en el matrimonio corre pareja al enriquecimiento de la identidad personal, según un dinamismo por cuya virtud todos ganan y nadie pierde.

Lo ideal y natural es que cada persona se acepte a sí misma, trate de conocerse mejor y procure sacar lo mejor que lleva dentro. La diversidad atrae y enriquece; el igualitarismo isomórfico desmotiva y empobrece. Pero es preciso esforzarnos por acoger y tolerar la bio-psico-diversidad de que somos portadores, hasta el punto de aceptar al «otro» tal y como es, también en lo que se refiere a sus propias limitaciones (Polaino-Lorente, 2004).

He aquí una razón más para poner de manifiesto el derecho del niño al padre, a la madre y a la buena relación que ha de haber entre ellos. La psicología evolutiva ha probado hasta la saciedad que un niño o una niña no se comporta de igual forma ante su padre o su madre, como tampoco éstos tratan igual a un hijo que a una hija (Vargas y Polaino-Lorente, 1996). Este hecho, verificado tantas veces en el ámbito empírico, precisa de una cierta reflexión. Lo justo es tratar de forma desigual a hijos desiguales. Tratar de igual forma a las personas desiguales —a pesar de su diversidad— es un error, además de una injusticia.

En algunas parejas surge de repente o con cierta parsimonia en uno de los cónyuges un «Yo gigante». Un crecimiento expansivo, a base de mucho trabajo del Yo de la persona –algo positivo de suyo–, pero no a expensas de ninguna o muy poca dedicación a la familia, lo que resulta intolerable. Es frecuente que en personas con un «Yo» profesional gigantesco, su «Yo» familiar sea enano. Surge así un cierto desequilibrio, un desajuste en el modo como se desarrolla y proyecta la propia identidad en los diversos contextos.

Cuando uno de los cónyuges tiene un ‘Yo gigante’, es muy probable que haya hecho del otro un ‘Tú enano’. Donde hay un marido muy prestigioso, siempre ocupado, sin tiempo para nada, suele comparecer la esposa ante él como un ‘Tú enano’. Pero también pueden invertirse los términos y que sea ella la del Yo gigante –en el contexto profesional es hoy relativamente frecuente en algunas mujeres– y, entonces, es fácil encontrar en el marido un Tú enano (Polaino-Lorente, 2004).

El problema es que una situación así no favorece las condiciones necesarias para el encuentro entre el Yo y el Tú y, en consecuencia, no se genera un «nosotros». Se da más bien el desencuentro. Desde mi experiencia como terapeuta familiar, puedo afirmar que el agigantamiento de cualquier Yo, aniquila el Tú, pulveriza el Nosotros, y conduce al desencuentro y con frecuencia a la ruptura entre ellos. Como consecuencia de esa fragmentación del ‘Nosotros’, el ‘Vosotros’ (los hijos) ni siquiera comparecen en esa relación.

La diversidad de las formas en que cada persona está modalizada —como hombre o mujer— se proyecta en el peculiar modo que cada uno de ellos tiene de percibir, sentir, pensar, preocuparse, descansar, creer, rezar, etc. Si se respeta lo que al otro le hace ser diverso, surgirá el compañerismo y la complicidad entre ellos, y se complementarán de tal forma que será imposible seguir la vida adelante sin el otro. La diversidad es enriquecedora pero exige respeto. Ese respeto se exterioriza y concreta en mil y un detalles de la vida cotidiana, también en el modo en que se comparten el ocio y el tiempo libre.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el lugar en que se respeta y acoge la diversidad y singularidad de cada cónyuge —también en aquellos ámbitos para el encuentro como el ocio y tiempo libre—, de forma que se supere esa diversidad y se ponga al servicio de la complementariedad, una unión superior, susceptible del mutuo enriquecimiento personal.

5. La conciliación entre la familia y el trabajo

Como terapeuta de familia, observo que la herida por donde se desangra hoy la sociedad es la separación y el divorcio, y que muchos conflictos conyugales hunden sus raíces en el difícil reto de conciliar trabajo y familia. Por supuesto, las lamentables rupturas se explican por diferentes motivos, pero el conflicto entre familia y trabajo está muy presente, especialmente cuando el matrimonio dura menos de un año.

En muchos casos, la imposibilidad para conciliar familia y trabajo reside en la desarticulación que se produce en el modo de identificar y usar medios y fines, en el ámbito personal. Es menester entender que el fin de los esposos es la familia; el trabajo es un medio al servicio de la familia, que es el propio fin de los cónyuges (Polaino-Lorente, 1995).

Si los fines se transforman en medios, dejan de ser tales y acaban mediatizados. La actividad profesional pierde su sentido y deviene en una actividad sin propósito ni finalidad. Cuando una persona actúa sin ningún fin o por un fin equivocado, se dice que ha perdido el juicio. Cuando alguien hace del trabajo su único fin, el trabajo deja de ser el medio que es. Si los medios se vuelven fines, la vida humana pierde significado y valor, y se transforma en una vida mediatizada, manipulada y desvivida.

El trabajo de ambos cónyuges ha de subordinarse siempre a la familia. No hay paridad entre trabajo y familia. El motor del trabajo es la familia; el motor de la familia es el amor. El amor a la familia ha de ser superior, anterior y de un orden diverso al amor a la profesión (Polaino-Lorente, 2003).

Los errores en esa articulación entre familia y trabajo condicionan la emergencia de conflictos y rupturas conyugales. Importa menos fracasar en el trabajo –si la persona sigue siendo querida y apoyada por su propia familia– que fracasar en la familia, porque es más importante la familia que el trabajo y porque se puede recuperar antes un fracaso profesional que un fracaso conyugal.

Una persona puede fracasar en su trabajo y más tarde superarlo, si triunfa en su vida familiar. Lo que no cabe es fracasar en la familia, dejar que se rompa, aunque sea a causa del triunfo profesional. Porque una vez rota, se incrementa la probabilidad de fracasar también en el trabajo.

Y, en cualquier caso, ¿de qué le sirve triunfar profesionalmente a uno de ellos o a ambos si eso conllevara la destrucción de su familia?

Aquí podría establecer cierto paralelismo en la forma en que desarrollan su trabajo los cónyuges y los gobernantes del Estado. El político puede orientar su trabajo a sólo permanecer en su escaño y sucederse a sí mismo, a favorecer y apoyar sólo a los de su partido o a servir el bien común de los ciudadanos, sin hacer acepción de personas. Esas intencionalidades pueden tener análoga representación en el contexto de la familia.

El padre o la madre de familia puede dirigir su trabajo a robustecer su yo (realizarse, influir más en la sociedad, aumentar su popularidad e incrementar sus incentivos económicos), a amar su profesión por encima de todas las cosas (aumentar su prestigio, ampliar y hacer crecer su empresa, ser el primero en su especialidad), o a amar por encima de todas las cosas el bien de su familia. Hay también ciertas similitudes cuando comparamos las crisis conyugales de los políticos y las del ciudadano de a pie.

Conciliar familia y trabajo resulta hoy especialmente complejo. Es preciso que se introduzcan importantes cambios en las políticas de empresas y en la política familiar y laboral. Los hijos precisan de la seguridad, unidad y protección que se atribuye a los padres varones, una relación estable y rica en afectos, comunicación y cuidados. Si no se satisfacen esas necesidades básicas durante los tres primeros años de vida, es muy posible que se afecte su desarrollo cognitivo, emocional y social durante un largo periodo de tiempo (Vargas y Polaino-Lorente, 1996).

La excesiva presencia del padre en el contexto laboral no justifica su ausencia del contexto familiar. No debiera haber padres «deslocalizados», si se me permite esta expresión del ámbito empresarial. Los mejores resultados en los hijos no se obtienen permaneciendo los padres más horas fuera del hogar. La ausencia paterna del contexto familiar constituye una ruina de esta empresa humana fundamental que es la familia, y puede hacer más daño psicológico a un hijo que su total ausencia a causa de su fallecimiento.

En los padres ha de darse un mayor empeño por conciliar familia y trabajo. Es cierto que esa problemática conciliación está más presente hoy en el mundo de la mujer –dadas las responsabilidades que asume respecto de la crianza de los hijos–, a pesar de que trate de arbitrar las necesarias estrategias para solucionarla. Por contra, muchos padres actuales todavía ni siquiera se plantean el problema (Polaino-Lorente, 2003 y 2004).

El matrimonio es una estructura bicéfala, no una monarquía unipersonal. Las dos cabezas que se concitan en la familia pueden alternarse, suplirse, completarse, delegarse, sustituirse o implicarse simultánea o sucesivamente –según convenga– en la educación de los hijos.

La igualdad de oportunidades exige también la igualdad de responsabilidades, es decir, la co-responsabilidad y no el igualitarismo. No se trata de un reparto igualitario de tareas familiares, con independencia de que se fundamenten o no en el heteromorfismo autoconstitutivo propio de cada cónyuge. Sería muy conveniente que esas funciones se distribuyeran de acuerdo con las mejores cualidades y rasgos de cada uno de ellos, para que esas actividades pesen menos y en ellas se obtenga la mayor eficacia posible.

Educar a los hijos es misión de ambos padres, un deber no delegable aunque sí sean delegables aquellas funciones que requieren de la profesionalidad de un experto. Pero ese experto (el profesor) ha de saber que los padres le han delegado esa función y que, en cierto modo, pueden pedirle cuentas.

No exagero mi preocupación sobre este particular, que se acuna en mi diaria actividad como Profesor universitario. Estoy seguro que muchos problemas de mis alumnos se deben a que carecieron del necesario contacto afectivo y efectivo con sus respectivos padres varones. Algunos jóvenes precisan psicoterapia para resolver su conflicto con la figura del padre y superar los problemas suscitados por ese déficit de paternidad, pero los profesores no podemos actuar como terapeutas.

La madre, que también trabaja fuera de casa, suele convertirse en una superwoman, con consecuencias negativas para su salud psíquica y la educación de sus hijos. Esto pone de manifiesto que el problema de conciliar familia y trabajo, afecta al hombre, a la mujer, a las siguientes generaciones y, naturalmente, a la entera sociedad y a las respectivas empresas y gobiernos.

¿Cómo compaginar familia y trabajo, y no morir en el intento? En las líneas que siguen se establecen diez principios que pueden ayudar a muchos padres a conciliar de forma equilibrada su dedicación a la familia y al trabajo. Para que sean eficaces se precisa de una cierta reflexión por parte de la pareja y del necesario diálogo entre ellos acerca de cómo incorporarlos a sus vidas.

Estos principios son los siguientes: (1) establecer los cónyuges una jerarquía de valores, y un orden natural entre medios y fines: (2) saber «cortar» a tiempo con el trabajo: (3) no relativizar lo que es absoluto y no absolutizar lo relativo; (4) distinguir lo importante de lo urgente, tanto en la familia como en el trabajo; (5) cuidar el encuentro hombre-mujer, a fin de que las otras relaciones entre ellos (esposo-esposa y padre-madre) no anulen o sofoquen la necesaria relación entre ellos como varón y mujer; (6) hacer una pausa antes de entrar en casa y otra pausa antes de acoger o escuchar al otro; (7) no llevarse trabajo a casa; (8) prever y organizar, con el tiempo necesario, los planes de ocio y descanso durante los fines de semana; (9) entender la familia como una institución bicéfala y diseñar una política de suplencias, alternancias, sustituciones, complementariedades, equivalencias, suplementariedades, etcétera, de manera que se multiplique y no se divida el esfuerzo de cada uno; y (10) apelar a los abuelos y, mediante la necesaria creatividad, recurrir a otras opciones alternativas, de manera que los padres puedan descansar y encontrarse, de vez en cuando, a solas.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el ámbito laboral por antonomasia al que cualquier otro quehacer profesional ha de someterse, por ser anterior y superior a él, de manera que trabajo y familia puedan justamente conciliarse y ordenarse en favor de los cónyuges e hijos.

6. Las relaciones con las familias de origen

Las relaciones con la familia de origen del otro cónyuge es uno de los factores que, desde antiguo, se ha tornado problemático. En la actualidad, las discusiones conyugales, a propósito de la recíproca aceptación/rechazo de la familia de origen del otro cónyuge pueden acabar configurando un grave conflicto, especialmente en algunas jóvenes parejas durante su primer año de matrimonio.

Por poner un ejemplo, hay cónyuges que una de las cosas que más les irrita del otro es precisamente la crítica que hace acerca de sus padres o el control que sistemáticamente ejerce sobre él/ella, respecto de la frecuencia y naturaleza de sus relaciones con la familia de origen.

Es también muy frecuente —y mortifica tanto al cónyuge, que puede considerarse en muchos casos como un “disparador” de los conflictos conyugales—, el hecho de que, por ejemplo, el otro cónyuge le diga: “Cada día te pareces más a tu madre”. Si esta afirmación irrita tanto al cónyuge es porque previamente se ha descalificado a su madre, construyendo un modelo de ella con sólo los rasgos negativos, sin mezcla de ningún rasgo positivo.

Como la esposa suele estar más o menos conforme con las críticas a ese modelo —o al menos no manifiesta su desacuerdo, aunque no lo comparta por entero—, posteriormente le resultará inaceptable que también ella sea un modelo clonado de su madre o, mejor dicho: de sólo los rasgos negativos que caracterizan a su madre, según el otro cónyuge.

No deja de ser curiosa la ausencia de bibliografía en terapia familiar sobre este frecuente conflicto. De aquí que sea pertinente preguntarse: ¿qué subyace detrás de este conflicto? Con frecuencia, lo que subyace detrás de la descalificación que se ha arrojado sobre la madre o el padre del otro o de la otra, es la génesis de un doble conflicto.

La crítica a uno o ambos progenitores, por parte del otro cónyuge, supone, en primer lugar, una fragmentación de la identidad personal del cónyuge atacado, puesto que los padres configuraron —con su comportamiento y modo de ser— un cierto modelo con el que, muy probablemente, esa persona se identificó parcial o totalmente (Polaino-Lorente, 2004).

Un ataque al modelo parental constituye casi siempre, y simultáneamente, un ataque a la identidad personal, por lo que es lógico que suscite en la persona atacada, inseguridad, irritabilidad y ansiedad, manifestaciones todas ellas que forzosamente han de intensificar las crisis conyugales.

Hay también otro ámbito en que el impacto de tales críticas genera consecuencias muy nocivas. Me refiero, claro está, al núcleo de la afectividad, sobre el que en buena parte se funda el carácter unitivo de la relación conyugal.

Tales críticas afectan, en primer lugar, al cónyuge que ha sido criticado. Si esa persona se “parece cada vez más a su madre” —y ésta ha sido globalmente descalificada—, no se entiende cómo ese mismo cónyuge descalificador pueda continuar queriéndola.

Esto genera en la persona atacada una cierta sospecha y desconfianza acerca de las buenas intenciones y la sinceridad del otro cónyuge. Pues su afectividad comienza a quebrantarse, al ser ultrajados los afectos relativos a sus padres a los que imitó, interiorizó y con los que al fin se identificó. Y eso ocurre precisamente a expensas de otra persona, el cónyuge, al que se dirigen esos mismos afectos, sólo que tematizados de un modo diferente, por más íntimos y comprometidos.

Por consiguiente, no parece extraño que resulte brutal la escisión a que se somete la afectividad del cónyuge descalificado a través de las críticas a su familia de origen. Cuando esto sucede, es comprensible que la persona se cuestione muchas cosas y se pregunte: ¿no será que el otro cónyuge sólo quiere para sí una parte de mí, mi inteligencia, mi cuerpo, mi compañía, etc., sin que me quiera por completo, tal y como la persona que soy?, ¿no será que no me quiere y sólo me desea parcialmente?, ¿acaso puede fundamentarse una unión radical e incondicionada, como la que caracteriza al matrimonio, en sólo deseos parciales, selectivos, esporádicos y quebradizos?

Por otra parte, las críticas a los progenitores ponen de manifiesto otras muchas cosas como, por ejemplo, que aún queriéndola tal como es, el otro no quiere su querer, no quiere lo que ella quiere, ni a quienes ella quiere o como ella quiere. Y como este primer querer de ella —el que se refiere a sus padres— es su más antiguo y constante querer —el núcleo sobre el que se fundamenta y vertebra su entera afectividad—, al descalificarlo y frustrarlo, forzosamente se está también arruinando y disolviendo, en algún modo, su querer relativo al cónyuge descalificador.

Pero si contemplamos este conflicto desde el ámbito del cónyuge descalificador, los resultados son también nefastos. No se acaba de entender la descalificación que hace del modelo (en este ejemplo, la suegra), simultáneamente que continúa queriendo el “análogo” de ese modelo (la esposa), al que previamente también ha descalificado. De aquí que la crítica retorne también contra el descalificador del modelo y, en ocasiones, logre quebrar su propia afectividad que dice querer al “análogo” y, al mismo tiempo, detesta el modelo al que aquél se parece.

Es cierto que no se ha casado con los padres del otro cónyuge y, por consiguiente, no tiene por qué experimentar idénticos sentimientos hacia aquellos que hacia su mujer. Pero tal argumento no autoriza la crítica mordaz, sesgada y sin apenas fundamento que habitualmente realiza.

Con esas críticas está pidiendo a su pareja que deteste a sus progenitores, es decir, que abomine de ellos, que sea desleal con ellos. Si esto es así, ¿en virtud de qué principio puede luego pedirle lealtad respecto de él mismo, cuando una y otra —la que se refiere a los padres y a su cónyuge— tienen un único fundamento y son por ello la misma y única lealtad?

Si el marido descalifica a su mujer —“cada día te pareces más a tu madre”—, tal afirmación —de ser verdadera— debería salir garante de una cierta coherencia y con la misma intensidad con que detesta a quien se parece (la madre), detestar a ésta (su esposa) que tanto parecido tiene con aquella. Y es que no se le puede pedir al cónyuge descalificado —en tanto que semejante al modelo materno— que cambie su manera de ser, que rompa con su identidad para configurarse de un modo completamente nuevo, según el diseño establecido por el cónyuge descalificador.

La solicitud y el apremio de un cambio de identidad en la otra persona demuestran que no se le quería en ningún modo, puesto que no se le quería como quien es, sino fantásticamente, de forma idealizada e inexistente en la realidad, apenas tal y como ha sido concebida por la mente del descalificador.

Esto demuestra que lo que el descalificador quiere es el icono o representación que de esa persona ha concebido en su cabeza, con mejor o peor fortuna. Y, a lo que parece, casi siempre con muy mala fortuna, porque no hace justicia a quien es y como es la otra persona. Tal icono, así concebido, no suele ser coincidente con la persona. Entre otras cosas, porque si fuera coincidente no habría que solicitar de ella tal cambio de identidad.

Las críticas a los progenitores de la esposa es algo muy frecuente en nuestra cultura, como se demuestra, por ejemplo, en los numeroso refranes, dichos y tópicos existentes sobre esta cuestión. Por eso, aunque constituye un hecho de frecuente circulación social, una verdad de Perogrullo, que dicen algunos, no se entiende que no se haya estudiado como es menester.

Hay varias cuestiones que es preciso formular y responder adecuadamente: ¿por qué estas críticas son, precisamente, tan frecuentes?, ¿por qué muchos conflictos conyugales se desencadenan a partir de estas críticas?, ¿cuál es la causa de que uno de los cónyuges critique despiadadamente a los progenitores del otro?

Adviértase que el contenido de muchas de estas críticas no se dirige solamente a los progenitores del otro, sino también a sus tradiciones, a su modo de entender la vida, es decir, a su peculiar estilo de vida. Ese estilo es desde luego discutible, pero adviértase que es el suyo, el que le pertenece y en el que se ha asentado y crecido desde el principio de su existencia. Y esto, naturalmente, exige respeto. Un respeto que es menester satisfacer siempre, aun cuando puedan cambiarse impresiones acerca de la conveniencia o no de esa forma de conducirse.

Cuando las calificaciones proceden de la mujer hacia la familia de origen del marido, varían un tanto las expresiones de que suele valerse. Las más frecuentes formulaciones en nuestra cultura son las siguientes: “mi marido está todo el día pegado a las faldas de su madre” o “cada día te pareces más a tu padre, en lo tacaño”.

Estas descalificaciones respecto de los suegros son tan graves como las anteriores, aunque tengan diferente contenido. Pero en ellas no se vaticina nada acerca de cuál será el futuro comportamiento del marido respecto de sus padres. Simplemente, se le arroja un diagnóstico negativo que se circunscribe exactamente al presente. Esos argumentos son más que suficientes para armar la polémica y aún la discusión conflictiva en la pareja.

Al etiquetado que se ha proferido suelen seguir otras duras expresiones (“te he dicho que a mis padres ni me los menciones”) o se pasa sin más a tratar de verificar su contenido estableciendo comparaciones acerca de quién de ellos está más apegado a sus padres (quién les llama todos los días, en casa de qué padres pasan las vacaciones, etc.) o comienzan las indagaciones para tratar de verificar o no lo que se acaba de mencionar (“¿a ti te ha faltado alguna vez algo?”, “¿acaso no te doy tanto dinero cuanto me pides?”).

A nada suelen conducir estas comprobaciones, a no ser a hacer más profundas todavía las heridas que se han producido. En este punto considero que hay tres estrategias que podrían ser muy beneficiosas para las parejas.

En primer lugar, la estrategia de no hablar nada negativo de los padres del otro, a no ser que por cada característica negativa que se mencione, inmediatamente antes o después se señalen al menos dos o tres características positivas.

En segundo lugar, la estrategia de no comparar al otro cónyuge sólo con las supuestas o reales caracterizaciones negativas de sus padres. Lo mejor es no compararle con nadie. Pero si se le compara con sus padres es muy conveniente poner de relieve en esa comparación aquellos aspectos positivos que se dan en su manera de ser, y que también son coincidentes con sus padres.

Y, en tercer lugar, la estrategia de aceptar la persona del otro tal cual esa persona es, también con sus limitaciones y peculiaridades negativas, y eso con independencia de que éstas sean visibles o no en el comportamiento de sus padres.

El tema de la acogida y de la aceptación de la persona del otro cónyuge exigiría una exposición aparte. En esta cuestión son muchas las parejas cuyas relaciones chirrían. Para algunas personas es mucho más fácil dar o incluso darse que aceptar al otro tal y como el otro es. Y es preciso hacer un esfuerzo, pues de ello depende, por ejemplo, algo tan importante como que la donación de quien se da a sí mismo se cumpla o no como tal donación. Acoger y aceptar al otro es amarle tal cual el otro es y no como la persona que le acoge desearía que fuera.

Aceptar al otro como es significa percibirlo como la persona singularísima e irrepetible que es, imposible de ser descrita o conocida en su totalidad y casi siempre dotada de muchas más condiciones positivas —en número y en intensidad— que negativas.

Si cualquier cónyuge tuviera en cuenta estas elementales cuestiones es muy probable que disminuyan las críticas a los suegros, lo que, sin duda alguna, aliviaría las tensiones de la pareja y, lo que es más importante, aumentaría la autoestima del cónyuge que no percibe en el otro ningún reproche acerca de sus padres.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el ámbito en el que los cónyuges se aceptan recíprocamente como son, en que ninguno de ellos es comparado con sus respectivos padres, y en el que se respeta la identidad, el núcleo emotivo y el estilo de vida que aprendió de sus padres y así lo interiorizó.

7. La educación de los hijos

Una pregunta ingenua a propósito de lo que es la educación familiar: ¿Qué les queda a los hijos del trato con sus padres? No me refiero al ámbito económico, que no es comparable con lo que los hijos necesitan de sus padres. Además, en eso no se puede fundamentar la identidad personal. Es posible que el padre haya trabajado horas extras para dejar un cierto patrimonio a los hijos. Tal empeño puede ser importante, pero desde luego no es lo más necesario, especialmente si esas horas se han detraído de la convivencia familiar.

¿Qué les queda a los hijos, insisto, del trato con sus padres? Me refiero a lo que podemos llamar el patrimonio vital, es decir, las vivencias que desde niño quedan marcadas en su corazón de persona acerca de la maternidad y la paternidad, y que no le abandonarán a lo largo de su vida. Recuerdos, experiencias de la vida, correcciones, momentos relevantes, acaso alegría compartida estrechamente, costumbres, ratos de conversación en que la intimidad se pone a la entera disposición de los hijos, escenas sobre la educación en valores cristalizadas en las sensibles retinas de la infancia.

Estos y otros muchos y diversos detalles constituyen, en mi opinión, ese patrimonio vital. Me refiero, en definitiva, al estilo de vida singular y propio de cada familia, a cuyo través se articulan los trazos fuertes sobre los que se sostiene la cercana y continua convivencia entre padres e hijos y la trasmisión de los valores.

Precisamente esas relaciones entre la madre y cada hijo, y el padre y cada uno de ellos, además de entre el padre y la madre en presencia de ellos, son las que consolidan un tejido familiar robusto y bien implantado, que actúa o sirve de marco de referencias para que los hijos identifiquen las señas sobre las que asentar su identidad personal (sentirse aceptado y querido tal y como es).

Para todo esto se necesita tiempo, una cierta permanencia de una convivencia familiar estrecha y compartida, en que todos van a darse y a acogerse. ¿Cuántos años conviven padres e hijos? Supongamos que veinticinco o algo más, pero ese periodo es muy corto, si lo contemplamos desde la perspectiva de todo lo que los padres han de dar y aceptar de sus hijos.

Para darnos cuenta de lo que se está tratando basta con que los adultos nos preguntemos lo que sigue: a lo largo de los años que convivimos con nuestros padres, ¿cuántas horas fueron significativas, relevantes, inolvidables para nosotros?, ¿cuántas de aquellas experiencias dejaron un poso inolvidable, una huella imborrable en nuestro modo de ser?

La experiencia es tozuda al enseñar que la vida es breve, el tiempo de exposición a los hijos escaso, y la muerte segura. No conviene vivir el tiempo familiar con rutina, cansancio y aburrimiento. ¿Acaso hay algo más novedoso y apasionante que educar a los hijos, afirmarles en lo que valen, robustecer su propia seguridad, animarles a sentirse orgullosos de ser como son y de proceder de los padres que tienen?

El amor a un hijo no es delegable. El amor de los padres es tan personal que no tiene clonación posible. Los fuertes brazos de un padre que aprieta a su hijo contra su pecho no son comparables a la suave caricia de la mano de su madre. Ninguno sustituye al otro, como tampoco son intercambiables. Los dos son igualmente necesarios. Recuerde cada uno qué hubiera deseado cuando pequeño, piense en los gestos y conductas positivas de sus padres, por lo que está agradecido, y traten de hacer algo parecido con sus hijos.

Bastaría cerrar los ojos y recordar la propia historia para entregarse, divertirse y disfrutar más de sus hijos, mientras pueden hacerlo. Recuerden, por ejemplo, aquel paseo por la playa de la mano de su padre, hablando de cosas intrascendentes y amables, gozando sencillamente a la vez que sentían la ternura y fortaleza masculinas, su apoyo incondicional, la seguridad de su amor varonil. ¿Lo recuerdan? Ese es el contenido del patrimonio vital de que estamos hablando. Forma parte importante de la riqueza que dejan los padres a sus hijos. De ello depende que se desarrollen como personas maduras y conduzcan sus vidas con seguridad hacia su personal destino.

No puede hacer esto ningún colegio, profesor o tutor, por motivado que esté y lo mucho que se entregue a formar a sus alumnos. Nadie puede suplantar este pasar el «testigo» de una a otra generación.

Aunque se introduzcan muchos cambios de roles en la vida familiar, la presencia del padre y de la madre en estas relaciones continuará siendo una de las constantes, venturosamente inmodificables, de las que tanto depende el bien de los hijos. Los padres cuentan con las disposiciones naturales para ello, pero hay que recordarles que para ello precisan tiempo, ese tiempo imprescindible y tan necesario para sus hijos como para su satisfacción personal en tanto que padres. Porque también a ellos se les podría hacer la pregunta de ¿qué les queda a los padres de los hijos, a los que tanto han querido y por los que tanto se han esforzado para darles lo mejor de ellos mismos?

En esta pelea por hacer una sociedad mejor, dedicar tiempo a la familia es una de las estrategias más importantes y eficaces. Si desean evaluarse a sí mismos sobre cómo va su familia, les aconsejo que tengan la paciencia, cada noche, de examinar cuántos minutos han hablado con cada hijo, sin entrar en temas de rendimiento escolar, orden en la casa, etc.

Se trata de hablar de ellos y de sus proyectos, de cómo se perciben, de qué piensan, de sus amigos, de sus pequeñas alegrías y dificultades, de lo que sienten o temen, es decir, de los temas personales. Esta podría ser, en algunos casos, una rigurosa foto de cómo viven la paternidad y la maternidad y de cómo mejorarlas. Si un día descubren que apenas le han dedicado a un hijo tres minutos en la última semana –y piensan que eso es insuficiente–, pues al día siguiente habrá que intentar dedicarle nueve minutos a él solo, aunque no sepan de dónde sacarlos.

Se ha dicho que la familia es el único lugar donde cada persona es querida por ella misma. Y es verdad, aunque para ello haya que disponer del tiempo necesario.

El niño necesita sentirse apreciado y querido por sus padres en todas las situaciones y circunstancias. Es cierto que los padres aman a sus hijos, pero en muchas ocasiones no lo manifiestan sea porque no saben, sea porque no pueden o no quieren. Los padres son los que le proporcionan, a través de su continua disponibilidad, la seguridad y confianza que sus hijos necesitan.

El querer de los padres no debiera subordinarse ni condicionarse a ningún aprendizaje del niño, por importante que éste sea. El cariño de los padres es lo que da seguridad a los hijos y no admite o no debiera admitir componendas de ninguna clase. Como amor incondicionado que es, proporciona al niño la confianza que precisa para seguir adelante con su vida.

La disponibilidad de los padres no ha de defraudar esa confianza. Los padres siempre han de estar disponibles respecto de sus hijos, por muy atareados que estén.

Es necesario mantener una comunicación constante con los hijos. Los hijos necesitan que sus padres les escuchen y que les escuchen atentamente. Sus pequeños problemas infantiles acaso resulten insignificantes desde la perspectiva de los adultos, pero para ellos se configuran como verdaderos problemas, y necesitan contarlos.

Esta comunicación fluida con los hijos ha de ser diaria. Es esencial hablar, pasear y jugar con ellos. Cuando la comunicación ha sido fluida y constante durante la infancia, casi siempre se mantiene y prolonga también en la adolescencia y juventud. Por el contrario, si durante la niñez no la hubo, es muy difícil o casi imposible iniciarla en la adolescencia.

Esto desdice mucho de la relación que debiera haber entre padres e hijos y obtura el diálogo que ha de crearse entre ellos. Un niño se siente estimado cuando un adulto deja todas las cosas “importantes” que está haciendo y se dedica a sólo escucharle. En realidad, así lo percibimos también los adultos. El niño que se siente escuchado por sus padres o por los profesores se siente importante, al menos más importante que las cosas de los adultos que tienen todas las apariencias de ser importantes. Esa importancia personal que se lucra con la atención del otro, forma parte ya del modo en que es aceptado.

Los hijos suelen ser muy sensibles al concepto de justicia de que disponen. Tal vez por eso sean extraordinariamente exigentes respecto de sus padres y, en consecuencia, bastante injustos cuando los juzgan, porque aún les falta considerar una multitud de complejos factores que han de tenerse en cuenta antes de tomar cualquier decisión.

El que los padres sean o no coherentes influye más de lo que se cree en lo que los hijos piensan de ellos. Si un padre es coherente, entonces podrá exigir a su hijo el mismo comportamiento en que él es coherente. Y el hijo se habrá quedado sin argumentos para no satisfacer la exigencia de su padre. Es más, la valoración que hace el hijo del supuesto bien implicado en ese comportamiento que se le exige, depende de que su padre sea o no coherente en ese mismo comportamiento.

Sólo así entenderá el niño que el bien que tiene que adquirir y tanto le cuesta, también a su padre le cuesta; que si su padre se alegra una vez que consigue aquel objetivo, lo lógico es que él también se alegre, por lo que entre ambos suele establecerse una gran sintonía: la de pelear en la misma dirección, hacia la consecución del mismo objetivo, con parecido o idéntico esfuerzo, y comportándose de la misma forma.

Esto no sólo crea solidaridad entre padre e hijo sino algo más importante: orgullo de pertenencia, una relativa identidad con el modelo, la convicción de haber lucrado ambos un cierto bien. Por su parte, el padre será más prudente y estará más puesto en razón en lo que exige a su hijo. Pero, al mismo tiempo, se sentirá orgulloso de su hijo, porque con el esfuerzo que ha realizado también se parece más a él mismo.

La alegría y el buen humor se contagian enseguida y crean a su alrededor una atmósfera en la que el trabajo pesa menos y las dificultades se resuelven antes. Un padre con buen humor, que sabe jugar con la ironía —sin abusar de ella y procurando no herir la susceptibilidad de ciertas personas— hace que sus hijos dejen de fruncir el ceño y relajen sus rostros.

Un gesto, una broma, la mueca que finge de un modo histriónico lo preocupado que se está o la sonrisa y el asentimiento que relativizan lo que amenazaba con presentarse como algo absoluto, suelen constituir buenas estrategias al servicio de la comunicación no verbal para hacer más amable la convivencia familiar.

Es conveniente, además, que los padres sean divertidos. Lo son cuando disponen de ciertas inquietudes que saben trasmitir a sus hijos, cuando no siempre manifiestan estar cansados o si lo están no se les nota, cuando toman la iniciativa en un plan familiar que acaba por ser delicioso para todos.

El espíritu de aventura es algo que suele unir mucho a la familia y la preparación de un viaje familiar puede ser una excelente ocasión para ello. Para conseguir este difícil objetivo se precisa que todas y cada una de las personas ponga su granito de arena. El viaje satisfará su objetivo si aumenta la unidad entre ellos, si se conserva en la memoria como un recuerdo imborrable que merecería la pena ser repetido, si entre ellos en esa ocasión fueron más pródigos en comprensión y manifestaciones de afecto.

Piense el lector que el tiempo vital es escaso y la vida familiar demasiado breve como para obtener de ella todo lo que ella puede dar. Hay personas cuyos recuerdos más agradables están unidos a su vida familiar. Este es un signo inequívoco de que la familia ha cumplido con una de sus funciones principales: la de aprender a compartir.

Los recuerdos familiares positivos se avaloran con el tiempo y configuran un cierto tesoro donde la identidad personal hinca definitivamente sus raíces. Por eso más valen los buenos recuerdos en que se funda y confunde la propia identidad personal que la herencia de un modesto y despersonalizado bien material patrimonial.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el único lugar donde cada persona es querida por ella misma, con un amor incondicionado que busca su bien, le da confianza y seguridad en sí misma, le abre a la comunicación y le enseña a donarse y compartir con los demás todo lo que tiene como valioso.

8. La salud física y psíquica

La persona es el único ser que puede prometer y tratar de cumplir su promesa, cualquiera que sean las circunstancias que le sobrevengan en el futuro. La enfermedad física o psíquica es precisamente una de esas circunstancias imprevisibles que suelen presentarse a lo largo del ciclo vital personal o familiar.

De aquí que esté muy puesto en razón recordar esa condición de un modo explícito a quienes están decididos a contraer matrimonio. La cuestión tal y como se formula es si se están dispuestos a querer al otro “en la salud y la enfermedad”. A esa formulación los contrayentes suelen responder afirmativamente y en público.

Esta respuesta es garantía de que el amor que se donan entre ellos está libre de condicionamientos. Pero sucede que las enfermedades psíquicas se llevan peor que las físicas, por lo que supone de frustración, limitación y ansiedad añadidas para el cónyuge sano. Sin embargo, cuando una persona padece una depresión, por ejemplo, es cuando se muestra más vulnerable y más ayuda y comprensión necesita del otro cónyuge.

Esa situación es especial en algunas personas que, a causa de ello, sufren y hacen sufrir a quienes más quieren. Pero precisamente por ello es la hora de entregarse más a ellas, de compartir el sufrimiento que de forma tan grave les afecta. Es la hora de transformar el dolor en amor.

Lo que no cabe es rehusar, escapar o tratar de evitar la exposición al sufrimiento que afecta al otro y de él procede. El cónyuge sano ha de replantearse su relación conyugal de acuerdo con esas peculiares circunstancias. Es el momento de afirmar "donde tú estés siempre estaré yo".

Cuando las enfermedades psíquicas se afrontan así, los pacientes encuentran la comprensión y el apoyo que tanto necesitan, lo que sin duda alguna hace más favorable su pronóstico y curación. La exposición al dolor no tiene por qué quebrar la relación que hay entre ellos. El sufrimiento es una circunstancia excelente para probar la grandeza del amor desinteresado, para profundizar y robustecer el compromiso que hay entre ellos, para verificar de un modo definitivo la densidad y radicalidad de la entrega mutua entre los cónyuges.

Es cierto que algunos trastornos psiquiátricos pueden afectar la voluntad de los cónyuges que deciden casarse hasta el extremo de incapacitar a uno de ellos para el matrimonio por no reunir las condiciones que son necesarias para satisfacer los compromisos a que éste compromete. Pero en ese caso es necesario probar lo que se afirma, es decir, demostrar que la enfermedad afectó su voluntad, comenzó antes de contraer el matrimonio y generó esas graves consecuencias.

En la mayoría de los casos, no obstante, el padecimiento de un trastorno psíquico acontece a lo largo de la vida, sin que se pueda preverse ni afecte para nada la voluntad de contraer matrimonio de los cónyuges. Sería injusto, por eso, retotraer los efectos de la enfermedad cuando ésta aún no se había presentado, con el fin de hacer nulo el matrimonio y anular los compromisos que les unen.

Lo mismo cabría afirmar respecto de las relaciones entre padres e hijos. La enfermedad de un hijo, por ejemplo, nada resta o cambia en su sustancia la paternidad y la filiación, aunque modifique de forma relevante la vida familiar y la relación que hay entre las personas que forman la familia.

El matrimonio es también co-responsabilidad, asumir la carga de responsabilidad respecto de otros, cargar con ese “están a mi cargo”. Querer al otro es querer lo que al otro le suceda, estar dispuesto a cuidarle cuando tenga necesidad de ello. Y sobre esto nadie puede saber lo que acontecerá en el futuro. La incertidumbre acerca de quién tendrá que cuidar de quién en el futuro, pone de manifiesto la voluntariedad y estabilidad de la disposición de seguir dándose y aceptando el don (dejar que le cuiden), cualquiera que fuesen las circunstancias que acontezcan.

Es muy conforme a la razón que los gobiernos se preocupen y legislen en favor de aliviar las pesadas cargas que han de asumir muchas familias por tener a su cuidado a personas que no pueden valerse por sí mismas. Está bien la ley de dependencia que se está estudiando. Pero eso con ser mucho —y ser conforme a la justicia—, es todavía muy poco si se compara con la preocupación y ocupación que sobreviene al cónyuge sano a causa de la enfermedad del otro cónyuge o de alguno de sus hijos.

Las leyes pueden atenuar y aliviar ese esfuerzo añadido que es menester hacer, pero jamás pueden sustituir a las personas a las que corresponde una co-responsabilidad respecto de sus familiares, que en modo alguno es delegable.

Por lo general, la familia está siempre dispuesta a socorrer a los suyos, poco importa la edad y circunstancias de quienes tienen necesidad de ello. En el seno de las familias hay siempre espacio para la acogida del otro, cualquiera que sea la dificultad, enfermedad o minusvalía que afecte su autonomía personal. De acuerdo con mi experiencia como psiquiatra durante casi cuatro décadas, he llegado a escribir, hace muchos años, que el mejor Servicio Nacional de Salud es la familia (Polaino-Lorente, 2000b).

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el ámbito al que los familiares acaban siempre regresando, en los momentos en que se acrecen las dificultades, porque están persuadidos de que serán acogidos y cuidados, dado que la co-responsabilidad de los otros no es delegable y está siempre viva y activa.

9. Las relaciones sociales

Es esencial para el desarrollo personal formar parte de diversos grupos humanos. El sentido de pertenencia y la necesidad de socializarse constituyen la trama irrenunciable para llegar a ser quien se es. Es natural que suceda así. La amistad es un bien —uno de los más importantes en la vida de las personas— y se acrece cuando se amplía y comparte con más personas. La amistad es la antítesis del narcisismo, pues como decía Séneca a propósito de ella, “la posesión de un bien no es grata si no se comparte”. Y en la amistad lo que se comparte es otro bien mayor: la propia vida, la cara interna e íntima de la propia biografía.

Durante la primera etapa de la vida matrimonial es lógico que los cónyuges vivan más ‘hacia dentro’, según el viejo principio de que ‘el casado casa quiere’. Pero ningún matrimonio puede vivir de espaldas a la sociedad. Los cónyuges y la misma familia, como grupo humano, también ha de abrirse a la socialización.

Cuando una familia se ensimisma y atrinchera en el propio hermetismo acaba por enrarecerse. La familia hay que abrirla a la sociedad. Pero hay que saber hacerlo.

Es preciso que los cónyuges elijan sus amistades y establezcan el necesario contacto con los miembros de las familias extensas a que ambos pertenecen. Ninguno de ellos puede imponer sus amistades al otro. Entre otras cosas, porque las amistades no se pueden imponer. Es el trato cercano y frecuente —y el mayor y mejor conocimiento de los otros que se deriva de esas relaciones—, lo que acabará por definir quiénes son los amigos de ese matrimonio.

En la actualidad esto es un poco más complicado que antaño, por la sencilla razón de que se ha acortado el tiempo disponible para la convivencia social, a la vez que se ha ampliado y diversificado el espacio donde cada uno de los miembros de la familia realizan sus planes de ocio. A pesar de ello, sin embargo, hay que intentarlo.

Unos cónyuges precisan más que otros de esas relaciones sociales abiertas, por estar condicionadas casi siempre por su trabajo profesional. En este punto es muy conveniente que, siempre que sea posible, el otro cónyuge le apoye y acompañe. Cuando una persona asiste en solitario a las reuniones sociales a que está obligada, es lógico que experimente una cierta soledad y abandono respecto de su cónyuge, especialmente si sus compañeros van acompañados siempre de sus esposas.

A los hijos nunca se les conoce del todo. Hay, además, una dimensión de su personalidad que pasa especialmente inadvertida a los padres: la de cómo se desenvuelven en sus relaciones sociales. Esta inadvertencia es lógica, porque las relaciones con sus amigos, por su propia naturaleza, exigen estar a buen recaudo —lo que nada tiene que ver con los secreteos—, puesto que en la amistad lo que se comparte con otros es la intimidad y eso constituye algo propio de la persona.

Si los padres quieren conocer ese aspecto de la vida de sus hijos lo que tendrán que hacer es suscitar el ámbito familiar apropiado —es suficiente con abrir los hogares, que sean hogares de puertas abiertas— en el que sus hijos convivan con sus amigos. Esa suele ser una ocasión preciosa para conocer sus relaciones, el modo en que sus compañeros les estiman e incluso el estilo personal del hijo que se desvela en la relación con sus compañeros.

Chesterton demuestra conocer muy bien lo que es la familia, al afirmar que “el lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”.

Para algunos padres las anteriores circunstancias han sido como una revelación que ha mejorado el conocimiento de sus propios hijos. Esta ocasión puede ser aprovechada por los padres para animar a sus hijos a que valoren la amistad, de manera que traten de ser buenos amigos, que colaboren y participen con ellos, a fin de superar su propio egoísmo.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el núcleo inicial que da origen a la socialización de los hijos, el lugar de encuentro donde arraiga el tejido social que conforma las relaciones humanas adultas, el contexto donde las habilidades sociales han de desarrollarse en toda su plenitud.

10. Las decisiones económicas y la administración de los recursos materiales

Líneas atrás hemos observado lo difícil que resulta fundar una familia si no se dispone de un proyecto personal o los cónyuges no entienden sus propias vidas como una tarea al servicio de los otros. Los recursos materiales de que se dispone son, ciertamente, una parte importante en esa tarea y proyecto, que en muchos casos los jóvenes viven hoy como una importante dificultad añadida.

Aquí importa mucho que las aspiraciones por las que se opte sean realistas. Es decir, que estén de acuerdo con las potencialidades y capacidades de las personas que han concebido para sí ese determinado proyecto de vida.

En las actuales circunstancias, es muy frecuente que los dos cónyuges tengan que trabajar profesionalmente para sostener la familia por ellos fundada. La ausencia de las necesarias políticas de ayuda a las jóvenes familias contribuye todavía más a agravar el problema.

Las necesidades económicas no satisfechas o imposibles de satisfacer constituyen un obstáculo que limita, frena, retrasa y/o estrangula el proyecto familiar. Este sí que es un modo práctico y sutil de destruir la familia y de generalizar un modo de hablar mal de ella. Pero como decía Chesterton, “quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”.

Si la donación entre los cónyuges tiene aspiración a la totalidad, lo lógico es que todo lo que es de cada uno de ellos se ponga a disposición de los dos. Del mismo modo, ninguno de ellos debería tomar una decisión económica sin buscar antes el acuerdo con el otro.

También en esto la unidad fortalece la vinculación entre ellos. Aunque proceder así exige de ambos una gran transparencia. En algunos jóvenes matrimonios este tema ha sido causa de graves conflictos conyugales, que comparecen muy pronto; en ocasiones, antes del primer año de matrimonio.

Esto pone de manifiesto que antes del matrimonio apenas se habían ocupado del tema; que ignoraban lo que pensaba el otro acerca de estas cuestiones; que tal vez tampoco estaban lo suficientemente informados en lo relativo a lo que cuesta fundar una familia; en definitiva, que algunas de sus aspiraciones más elementales no estaban puestas en razón.

Parece conveniente que, desde el principio, se hagan cargo de la contabilidad y administración de los recursos de que disponen; que cuenten con un breve pero ajustado presupuesto, de manera que sepan a qué atenerse; que cualquier decisión en materia económica la tomen de común acuerdo, después de haberse informado acerca de ello o de haberlo consultado con algún experto de su confianza.

Iniciar la vida conyugal procurando buscar el acuerdo y satisfacción de los dos en estas cuestiones evita muchos conflictos posteriores. Piensen, por ejemplo, que la vida conyugal en este ámbito de lo económico suele complicarse, así como los gastos acrecerse con el tiempo.

Es lo que suele suceder cuando llega el primer hijo u otro más; cuando han de optar por el colegio en el que desean que sus hijos se eduquen; cuando conciben un determinado plan para las próximas vacaciones; cuando uno de ellos se queda sin trabajo o ha de renunciar a él por el bien de la familia; cuando es preciso cambiar de coche; cuando han de cambiar de casa porque la primera se les ha quedado pequeña, desean mejorarla o han de cambiar de ciudad; o cuando surge algún imprevisto —una enfermedad, por ejemplo— que no había sido considerado en el proyecto inicial.

Las dificultades para encontrar empleo, el ascendente coste económico de la vivienda en las grandes ciudades, la carestía de la vida y la generalización de las actitudes consumistas son presiones que se hacen sentir sobre los jóvenes matrimonios.

En una cultura en que se puede comprar de todo, en todo momento y de cualquier forma, es importante encontrar un acuerdo entre los cónyuges acerca de qué, cómo, para qué, por qué y para quién se ha de comprar esto o aquello.

Las discrepancias entre ellos en este punto suelen ser frecuentes; y esto no debería extrañarles, pues es una nota más de ese hecho diferencial —hombre y mujer— y de la diversidad que les caracteriza.

Es posible que lo que uno considera necesario, la otra lo estime superfluo, y a la inversa. Hasta ahí nada de particular tiene esa discrepancia. Pero si se va más allá de ella, si se desborda en un etiquetado con el que descalificar al otro o si la discrepancia se prolongase en la incomunicación, el malhumor y la hostilidad, entonces ha dejado de ser tal y se está transformando en un pequeño o gran conflicto.

Las discrepancias hay que solucionarlas cuanto antes, sin dejar que dejen residuos tras de sí o se prolonguen en el tiempo. Porque esa misma pequeña discrepancia es de suyo un problema y como tal hay que tratar de resolverlo cuanto antes.

Es posible —como en la actualidad sucede con alguna frecuencia— que la joven y generosa familia opte por lo esencial —los hijos— y renuncie a muchos de esos bienes de consumo que, siendo en sí mismos buenos, en modo alguno constituyen el fundamento de la familia, aun cuando sean imprescindibles. Es el momento de ejercitarse en la sobriedad y de aprender a vivir con lo estrictamente necesario.

Cuando los hijos son pequeños esto es mucho más fácil, pues son los padres los que con su ejemplar y coherente conducta les van mostrando la escala de valores que han elegido para sí y los suyos. Por consiguiente, corresponde a los padres —y sólo a ellos— establecer las normas que hay que respetar o satisfacer en relación a los bienes de consumo.

Algunas de esas normas familiares —en modo alguno diseñadas como si se tratara de un código civil y penal familiares— constituyen para el niño las primeras metas y expectativas que se le ofrecen y por las que ha de luchar y exigirse a sí mismo, con independencia de que le gusten o no y de que no haya sido él quien se las ha dado a sí mismo. Cuando los hijos crecen, suelen compararse con los amigos en estas cuestiones, especialmente si son adolescentes, lo que puede ampliar y complicar el conflicto.

Otras fuentes de conflicto pueden generarse cuando los cónyuges se comparan entre sí respecto de las ayudas recibidas por sus respectivas familias de origen, cuando disponen de una empresa familiar en la que trabajan hermanos y cuñados, cuando se enfrentan a una herencia y hay que distribuir entre ellos los bienes patrimoniales, etc.

En cada una de esas especiales circunstancias hay que tratar de ser muy precavidos. En principio, no es conveniente comparar las economías de las respectivas familias de origen ni el modo en que administran sus bienes. Tampoco es aconsejable unir familia y trabajo, pues son dos compañeros de viaje próximos al conflicto. Es mejor distinguir entre familia y trabajo, a fin de que no perezcan ambos en la difícil y compleja travesía de la vida.

En el contexto del reparto de los bienes patrimoniales —que con tanta frecuencia desgarra a la familia extensa— es mejor que intervengan sólo los herederos naturales, sin que los hermanos políticos participen en la toma de decisiones. Los padres pueden contribuir en vida a prevenir en sus hijos estos posteriores conflictos, si manifiestan con claridad sus voluntades y, procediendo con equidad, toman las medidas oportunas.

De acuerdo con este principio, la familia se nos desvela como el primer escenario económico donde se llevan a cabo miles de transacciones, pero donde es necesario que dos voluntades estén conformes en las decisiones por las que optan y dispongan de la generosidad de tenerlo todo en común y de educar en la sobriedad a los hijos.

Conclusiones

En las líneas que siguen se transcriben las conclusiones emanadas de cada uno de los anteriores principios, cuya finalidad no es otra que la de procurar mejorar la familia en el siglo XXI.

1. La familia es el lugar en el que asienta y se educa en la coherencia acerca del matrimonio y la familia, sabiendo que la continua exposición de las propias convicciones familiares a las ideologías liberticidas del medio pueden, por su misma vulnerabilidad y la presión social existente, arruinarse y hasta llegar a extinguirse.

2. La familia es el compromiso que incluye la donación del cuerpo entre los cónyuges, lo que exige la fidelidad sexual y personal de ellos, abierta a la procreación, que es la que sale garante de la felicidad familiar.

3. La familia es el ámbito en el que hombre y mujer se desvelan haciendo visible y entregando al otro la intimidad invisible en que cada uno consiste, a través de la comunicación de sus respectivas intimidades.

4. La familia es el lugar en que se respeta y acoge la diversidad y singularidad de cada cónyuge —también en aquellos ámbitos para el encuentro como el ocio y tiempo libre—, de forma que se supere esa diversidad y se ponga al servicio de la complementariedad, una unión superior, susceptible del mutuo enriquecimiento personal.

5. La familia es el ámbito laboral por antonomasia al que cualquier otro quehacer profesional ha de someterse, por ser anterior y superior a él, de manera que trabajo y familia puedan justamente conciliarse y ordenarse en favor de los cónyuges e hijos.

6. La familia es el ámbito en el que los cónyuges se aceptan recíprocamente como son, en que ninguno de ellos es comparado con sus respectivos padres, y en el que se respeta la identidad, el núcleo emotivo y el estilo de vida que aprendió de sus padres y así lo interiorizó.

7. La familia es el único lugar donde cada persona es querida por ella misma, con un amor incondicionado que busca su bien, le da confianza y seguridad en sí misma, le abre a la comunicación y le enseña a donarse y compartir con los demás todo lo que tiene como valioso.

8. La familia es el ámbito al que los familiares acaban siempre regresando, en los momentos en que se acrecen las dificultades, porque están persuadidos de que serán acogidos y cuidados, dado que la co-responsabilidad de los otros no es delegable y está siempre viva y activa.

9. La familia es el núcleo inicial que da origen a la socialización de los hijos, el lugar de encuentro donde arraiga el tejido social que conforma las relaciones humanas adultas, el contexto donde las habilidades sociales han de desarrollarse en toda su plenitud.

10. La familia es el primer escenario económico donde se llevan a cabo miles de transacciones, pero donde es necesario que dos voluntades estén conformes en las decisiones por las que optan, y dispongan de la generosidad de tenerlo todo en común.

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Aquilino Polaino-Lorente

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