PERDÓN:
La antítesis del egoísmo es el perdón. El mundo dice: “Si amamos, perdonaremos”. Nosotros afirmamos que “si perdonamos, amamos.” ¿Por qué? Porque perdonar es “per-donar”, es decir, “darse por” el “otro”. Perdonar es renunciar a tener la última palabra. Perdonar es abrir un futuro nuevo y liberado en quien sólo había un pasado obsesivo. Perdonar es concedernos la posibilidad de comenzar de nuevo a vivir, a dejar que vuelvan a brotar hojas, incluso del tronco podrido. Por eso es que al generoso no le llega la ofensa, o apenas le roza. El generoso es más rápido en perdonar que el ofensor en ofender. El amor, por consiguiente, es una voluntad decidida de promoción mutua, que une las conciencias en una comunidad existencial. El “yo” que ama, quiere, ante todo, la existencia del “tú”, la felicidad del “tú”. Quien ama no tiene la vocación de solitario... Por eso es que entre los “solitarios” se encuentra el mayor contingente de hombres y mujeres no perdonadores, ni de los demás, ni de ellos mismos. El amor se mide, por tanto, en relación a los otros, no a uno mismo. Da mucha más fuerza sentirse amado que creerse fuerte. ¿Por qué? Porque el verdadero poder, la auténtica fuerza creativa, brota mucho más pujantemente de la fuerza que nos confiere quien nos ama, que de las capacidades propias, por grandes que sean. “Amar” es, por consiguiente, una creación artística capaz de mejorar al otro. Dice el poeta Amado Nervo: “Es para mí una cosa inexplicable por qué se siente uno capaz de ser bueno al sentirse amado.” Erich Fromm da una posible explicación: “Cuando los seres humanos se “enamoran”, aman la vida.” Decía Armando Palacio Valdés: “La vida no se nos ha dado para ser felices, sino para merecer serlo.” Así es como podemos rozar el sentido de la obra de Dios en Cristo Jesús, quien nos crea de nuevo, nos esculpe con esa mano de artista que es la bendita Persona del Espíritu Santo.
Por eso Jesús nos muestra el verdadero sentido de la religión como afirmación de Dios y afirmación del
hombre... Y esta afirmación desde la gratuidad de Dios. De ahí lo muy acertado que es afirmar que el
discipulado cristiano no es “religión”, sino “relación”. No existe la posibilidad de afirmar a Dios sin afirmar al hombre, ni de afirmar al hombre, sin cosificarle, sin afirmar a Dios. Por eso Jesús nos dijo que lo que hagamos a los más pequeños, a Él se lo hacemos. (Mateo 25:31-46). Por eso también nos afirma la Escritura que Dios existe eternalmente en las Personas del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo... Y Dios es Verbo, Palabra, Persona, Diálogo, Entrega por los otros... “Renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” (Tito 2:12-14).
BÚSQUEDA EQUIVOCADA:
No podemos estar más alejados del camino de la felicidad que cuando la perseguimos obsesivamente.
La inmensa mayoría de quienes aseguran que buscan la felicidad, no saben ni siquiera definir muy bien lo
que quieren decir por ella. Nuestra sociedad ha tergiversado el sentido de la felicidad. Pocos lo entienden como el desarrollo hacia la perfección. La inmensa mayoría de las personas piensan en la felicidad en términos imprecisos acerca de sentimientos e impresiones subjetivas. Quien busca la felicidad, como el mundo la entiende, es decir, egocéntrica, dirige todo su amor hacia la consecución de dicha meta: Su felicidad. Y ésta entendida como persecución del placer, generalmente instantáneo, apoyado por la publicidad del consumismo hedonista. Ese camino produce siempre una creciente desazón y una avidez que desembocan en la decepción y el desengaño. Ese camino conduce irremediablemente hacia el hastío y la nausea. Ese camino conduce siempre hacia la “droga”, término que aquí empleamos con el sentido de todo aquello, sea un producto, una actitud o una acción, que produce un sentimiento de felicidad o bienestar, como sensación de haber llegado a una meta apetecible sin haber recorrido el camino, siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. En ese camino es absolutamente imposible que podamos ver a las personas como tales, sino como cosas, como instrumentos, como herramientas, y, por consiguiente, no podremos amarlas como se merecen. Quienes buscan compulsivamente la felicidad, la sofocan y matan con la misma presión de la ofuscación con la que la procuran.
Y, por el contrario, quien abandona la compulsión patológica de buscar su felicidad, y se da a los demás,
se topa con la felicidad en cada etapa del camino. El error fundamental radica en que siempre que hablamos o pensamos en la felicidad contemplamos una meta, un objetivo. Sin embargo, la felicidad no es el objetivo, sino todo el camino que hemos de recorrer haciendo nuestro deber, el bien, facilitando las cosas a los otros.
Cuando estamos atentos hacia los demás, en sus cuitas, cada peldaño de la escalera de la vida es un paso
de felicidad. Cuando nos desprendemos de todo peso propio para ayudar al otro, se manifiesta la verdadera grandeza con que Dios nos ha dotado.
George Bernard Shaw afirmó que “no tenemos más derecho a consumir felicidad sin producirla, del que
tenemos de consumir la riqueza y el bienestar sin producirlos.” Tolstoi dijo que “no hay nada más que una manera segura de ser felices, y es olvidándonos de nosotros mismos.” Y Dumas afirmó que “el más feliz de los felices es aquel que puede hacer feliz a la gente.” Sólo vamos a hallar verdadera alegría entre aquellos que se dedican a aliviar las penas de los otros. Aquí se encuentra la medicina contra la desdicha, contra todas las patologías que dimanan del egocentrismo narcisista, las cuales fisuran, fragmentan, dividen y arruinan a tantos hombres y a tantos matrimonios. No puede haber felicidad sin compromiso. De ahí que el matrimonio, como compromiso de amarse de por vida, es la escuela de la felicidad por excelencia. Sin embargo, muchos se equivocan porque creen que el matrimonio en sí, “per se”, puede proporcionar felicidad. No es así porque el matrimonio resulta ser mucho más un camino que una institución... Y una institución es algo abstracto, mientras que el matrimonio son dos corazones humanos. Pero incluso como institución, no puede serlo con el propósito de atar y oprimir, sino una institución que ha de ser construida por sus cónyuges a la medida del uno para el otro. Decía Juan de la Cruz que “el salario y la paga del amor no es otra cosa -ni el alma puede querer otra- sino más amor hasta llegar a la perfección del amor, porque el amor no se paga sino de sí mismo.” Los verdaderos buscadores de la felicidad han de despreocuparse por la felicidad, para dedicarse a
aprender a amar. Y aprender a amar es aprender a entregarse, a darse, con el fin de buscar la felicidad del otro... Es aprender a desprenderse de uno mismo, a olvidarse de uno mismo, en beneficio del otro, del hogar, de los hijos.
Es aprender a desprenderse del egoísmo que anhela y busca todo para sí mismo... El egoísmo narcisista no
permite la vida al amor... Para el narcisista, su pareja sólo existe como una sombra de su propio “yo”... Para el egoísta narcisista sólo existe una realidad: La de sus propios deseo, sentimientos y necesidades. Ese aislamiento separador sólo puede ser vencido por el amor como entrega de uno mismo... Y en esa entrega nos encontramos a nosotros mismos... La capacidad de amar depende de si conseguimos superar nuestro narcisismo y el vínculo incestuoso con la madre y el clan... Por eso es absolutamente imprescindible que “el hombre deje a su padre y a su madre, y se una a su mujer, y los dos sean una sola carne.” Esta es la gran paradoja del amor: Que dos seres son uno, y, sin embargo, siguen siendo dos... Así es como el matrimonio puede ser fuente de felicidad que va en aumento en la medida en que también aumenta la capacidad de amar de los cónyuges.
¿Por qué?
Porque la propia capacidad de amar genera amor, del mismo modo que al mostrar interés volvemos las
cosas en interesantes. El amor se desarrolla en uno mismo... Y sólo podemos amar si nuestro amor es adecuado a las necesidades de la persona amada... Y aprender a amar puede ser una de las lecciones más largas y duras de la existencia del hombre, por cuanto durará toda la vida, y no sólo formándose de grandes cosas, sino de muchos pequeños y aparentemente minúsculos detalles, tanto los que agradan como los que desagradan al otro. De lo contrario, el matrimonio puede ser fácilmente sofocado por uno de sus principales enemigos: La rutina que conduce al aburrimiento, el tedio, la apatía, la desidia y la abulia. De ahí que el matrimonio sea un crisol en el que se fundan todos los “metales” para purificarse al fuego del amor mutuo.
El matrimonio no tiene como fin alcanzar la felicidad, sino aportar las relaciones precisas para madurar
hacia la verdadera meta, que es ser como Cristo: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a si mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre (varón) a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia. Por lo demás, cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su marido.” (Efesios 5:25-33)
Por el contrario, el matrimonio dominado por el egoísmo no puede producir ninguna felicidad, sino, antes
bien, un profundo e insufrible sentido de frustración, de manipulación y finalmente de aislamiento.
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